Si desde hace unos años el
conflicto se había situado en la Ley Trans, con el apoyo del PSOE a la Ley en
su 40º Aniversario, otros temas candidatos para ocupar su lugar van
introduciéndose en el punto de mira. En el nivel estatal, se abre el tema de la
prostitución, quizás, como un acuerdo interno de los partidos de Gobierno; y, a
nivel autonómico, la oficialidad del Asturianu y de la Fala (Galego-Asturianu o
Eonaviego).
Hoy no voy a entrar en el debate
de ambos temas, tendremos tiempo para ello. Lo que más me preocupa es que vaya
donde vaya, en las redes sociales y en los lugares presenciales de diálogo, las
descalificaciones e insultos van llenando los espacios, tanto por personas que
se definen de izquierdas como de derechas, nacionalistas o verdes, así como
aquellas que se dicen apolíticas pero que claramente se identifican con una
tendencia política o partido; pero que, por la razón que sea, no quieren
significarse.
Quienes creemos que la ciudad es
un espacio educativo y que nuestra vecindad debe asumir un papel proactivo en
el proceso socioeducativo de sus miembros -no de quien se queda al margen sin
ningún tipo de implicación por entender que no es de su incumbencia- no podemos
quedarnos en silencio y dejar pasar lo que estamos viendo y escuchando. Nuestra
obligación personal con nuestra comunidad es cooperar en el objetivo de generar
espacios amables para la convivencia. Sin duda, también, porque nos interesa.
Si la violencia se expande en los distintos ámbitos, también, será un problema
para cada persona y su entorno.
Parémonos y revisemos qué y cómo
lo estamos haciendo. La cultura de la violencia está dentro de nuestra sociedad
y dentro de cada persona. La hemos ido integrando, asimilando, como si fuera la
respuesta a nuestros problemas. Pero, lo que hace es que, nos crea más enredos,
complejos de gestionar.
Es difícil frenar esta tendencia,
cada persona puede implicarse en la detención de su expansión. Necesitamos
permanecer en la consciencia y ser capaces de vivir con un sano autocontrol que
canalice nuestras energías, que nos ponen en una constante lucha de
competición, hacia espacios positivos de colaboración constructiva.
Cuando hablemos o escribamos,
hagámoslo de forma consciente. “Decir la verdad”, “ser sincera”, si lo que
sigue a estas dos frases es dolor y profundizar en heridas, están
sobrevaloradas. Esto no quiere decir que no haya que comunicarse y expresar,
sino todo lo contrario. Debemos aprender a decir sin hacer daño -ni a mí ni a
la otra persona- y buscar el momento adecuado. Quizás un ejemplo visual nos
pueda ayudar a entenderlo. Así, no es lo mismo un movimiento sísmico que la
erupción de un volcán porque no sabemos hacia dónde puede ir la colada y, por
tanto, sus efectos. La erupción forma parte de la naturaleza; pero, si tenemos
datos, podemos reducir los daños. Trabajar en conocernos, en analizar nuestras
reacciones y sentimientos, nos ayudará personalmente en nuestra vida personal y
profesional, también para la convivencia.
Pero, no solo es una
responsabilidad individual. Es también una responsabilidad social. Los ámbitos
sociocomunitarios, políticos e institucionales, deben promover la cultura de la
paz, de la convivencia. Las y los agentes sociopolíticos e institucionales
deben ser el ejemplo para la ciudadanía y quienes no ejerzan ese papel deberían
abandonar el espacio público. Y, si no lo hacen de motu propio, deberían
buscarse los mecanismos necesarios para evitar su permanencia.
Somos corresponsables de lo que
suceda, por acción u omisión. Quedarnos en silencio, sin reaccionar, nos hace
cómplices. Y lo que no se frena, crece, como el plumero de la pampa “pasó de
ser ornamental a invasora”.
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